20 de enero de 2014

Me muerdo el labio inferior, nervioso. Acto seguido dejo de hacerlo, porque sé que le molesta con locura. Siento cómo poco a poco nuestra respiración se acompasa, junto con el incesante pitido de la máquina, hasta lograr estar en perfecta sintonía. Alargo mi brazo para entrelazar mis dedos con sus dedos, encajando entre ellos como otras muchas veces. Aprieto suavemente, intentando llamar su atención.

Pero lo que pido es un milagro.

Me incorporo con suavidad de la silla para acercarme un poco más a la cama sobre la que está tendida. Con la mano que me queda libre le aparto con dulzura un mechón de pelo que le cae sobre el rostro y dejo que mis dedos dibujen sus rasgos hasta dejar la mano reposar sobre su mejilla, justo en el lugar donde tantas veces la he besado con ternura.

Levanto la mirada para observar el monitor y suspiro, angustiado. Noto como una presión se apodera de mi garganta y el nudo se hace cada vez más insoportable. Mis ojos escuecen, enrojecidos. Pero le prometí que sería fuerte.

La observo de nuevo, como si no existiese otra cosa en el mundo más que ella. Otro sonido invade la estancia y me percato que fuera ha empezado a llover. Aunque sea de noche, las luces de la habitación iluminan los intrincados dibujos que forman las gotas sobre el cristal y, junto a ellos, mi mente, impulsada por una fuerza mayor, se llena de recuerdos.

Nuestros recuerdos.

Las palabras fluyen de mis labios y le susurro cariñosamente al oído cada uno de los momentos que hemos vivido. Describo nuestras miradas, centelleando la llama de nuestra pasión. Abrazos anhelando que nuestros cuerpos se convirtiesen en solo uno. Caricias fugaces y besos apasionados. Sueños de una vida juntos. Promesas bajo la lluvia.

La historia de cuando nos conocimos. La primera cita. Nuestro primer beso.

Me he pasado toda la noche hablándole y los primeros rayos de sol inundan la habitación con su luz, señalando la llegada de un nuevo día.

Y me convierto en un mar de lágrimas.

Porque ella, ya se ha ido.

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