30 de diciembre de 2013

«Huye. Corre. Muévete lo más rápido posible», se repetía una y otra vez el muchacho.

Movía incesantemente la linterna de un lado al otro. La oscuridad lo consumía todo con sus garras, envolviendo su ser con un manto de negrura. Las ramas bajas de los árboles le golpeaban el rostro en su carrera sin rumbo fijo por aquel bosque tenebroso. En sus oídos todavía resonaban los gritos aterradores de la joven, mientras en sus ojos aún se reflejaban las llamas voraces de aquel sacrificio humano.

Una raíz que sobresalía se interpuso en su camino, haciéndole trastabillar. Fue a buscar apoyo en un árbol cercano, pero solo encontró el vacío. La linterna se le escurrió de entre sus dedos sudorosos y fue a caer a escasos metros de distancia, alumbrando la nada. La bombilla empezó a parpadear. El joven intentó tragar saliva, pero todavía tenía el regusto a bilis en el paladar y le sobrevino otra arcada.

Unos pasos tras él le alteraron. Cerca, muy cerca.

Su corazón estaba desbocado. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, erizándole todo el vello. No quería morir. Una lágrima rodó libremente por su mejilla. Sus piernas temblaban incesantemente. Con un grito ahogado se lanzó hacia la linterna y se agachó para recogerla.

Al levantar la cabeza lo vio.

Frente a él un carnero lo miraba con aquellos ojos grandes y redondos sin vida. El animal empezó a abrir la boca.

Y allí, en el interior de aquella bestia, se perdió para siempre.

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