15 de julio de 2013

Aquella voz la reconoció al instante. Abrió los ojos de par en par mientras giraba su cuerpo con lentitud. Jimma se encontraba de pie tras de él, sujetando en su mano derecha un largo bastón de madera con un gran e intrínseco nudo en su terminación. Pudo comprobar que a diferencia de su hermana pequeña para su madre no había pasado los años. La mujer era bajita, de una estatura media, un poco regordeta con el pelo corto que no le llegaba a los hombros y en algunos lugares se podían vislumbrar algunas canas. Pero en ningún momento le diría aquello, pues la reprimenda podía ser monumental.

Su atuendo era de viaje. Una larga capa llena de bolsillos, pantalones anchos de forro grueso y unas botas de montaña que se adaptaban perfectamente a sus pies. A su espalda un gran macuto sobresalía sobre su cabeza. Tras aquellos segundos de observación se topó con su mirada, llena de desaprobación. El joven suspiró aliviado, porque sabía que tras aquella fachada había un cariño y afecto inimaginables. La mujer dio un largo resoplido teatral y se quitó la mochila agachándose un poco, dejándola apoyada sobre el arco de piedra y junto a su bastón.

Con un movimiento de mano le apremió a que se agachara para acto seguido inspeccionarlo velozmente. Toqueteaba aquí y allá, en cada uno de los sitios donde sobre la vieja armadura de cuero que protegía el cuerpo del muchacho tenía algún corte o en los lugares en los que una mancha de sangre reseca había dejado marca en la ropa.

—Estas más flaco… No estás comiendo bien. —le agarró la cara con una mano, presionando los mofletes—. Mira que te insistí en dejarte las suficientes provisiones, pero no tienes remedio —le soltó y chasqueó la lengua. Se colocó dos dedos bajo la barbilla, dejando fluir sus pensamientos—. Vamos siéntate. Voy a tener que hacer uno de mis brebajes antes de que sigas tu camino.

—Pero Jimma, no debéis estar aquí, yo…

—¡He dicho que te sientes! Además no tienes porqué quejarte —la mujer se había volcado sobre su mochila y sacaba todo tipo de botecitos de su interior. Agitaba algunos y olisqueaba otros—. Para eso estamos nosotros.

Se sentó con las piernas cruzadas y con un chasquido de sus dedos encendió un pequeño fuego en el suelo. Sobre las llamas colocó un pequeño recipiente en el que hizo aparecer agua. El joven no lograba comprender la situación. De nuevo se había quedado absorto al ver la aparición de su madre desprendiendo aquella energía que había logrado olvidarse por completo de la situación en la que se encontraba. Los focos de luz no alumbraban mucho más que unos pocos metros de distancia así que podía intuir los rápido movimientos de Myra tras los escombros de la sala. Se escuchaba el alegre tarareo de una canción e incluso a veces su risa jovial. No pudo evitar que una sonrisa se dibujara en su rostro.

Volvió de nuevo su atención hacia Jimma. Estaba concentrada en preparar aquel potingue extraño. De vez en cuando se quedaba muy quieta, mientras movía con rapidez sus labios, recordando en voz baja los pasos para la confección de su brebaje. Movía sus dedos con habilidad escogiendo los botes y agarrando los pellizcos justos de los diferentes ingredientes. Cuando alzaba un poco la voz era para murmurar palabras extrañas en un idioma que el joven no lograba a comprender. De nuevo le recorrió por todo el cuerpo una sensación de tranquilidad que hacía tiempo que no recordaba. Su madre, al ver que le estaba mirando le sonrió y sacó de uno de sus bolsillos un paquete envuelto en papel ennegrecido, tendiéndoselo con ambas manos.

—Toma, he logrado rescatar estas antes de que tu hermana acabara con ellas. Anda, come algo y descansa.

El muchacho observó el pequeño bulto y tiró con cautela del cordel fino que lo protegía. Al destapar el contenido su aroma le llenó casi por completo los pulmones, y no pudo evitar que su boca se hiciese agua. Eran un puñado de galletas con enormes pepitas de chocolate. Agarró una entre sus dedos, dándole un leve mordisco. Le supo a gloria. A continuación empezó a devorar con avidez el resto de galletas.

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