13 de mayo de 2014

Al abrir la puerta el olor característico al ambientador de limón que tanto le gusta a papa me inunda los pulmones. Busco a tientas el interruptor que enciende la bombilla y la luz ambarina ilumina cada uno de los rincones de la sala. Mi habitación, donde tantos años he vivido, está vacía. En las paredes todavía se aprecian las marcas de las chinchetas que sujetaban los posters. Las estanterías vacías de todos esos libros que he leído y sobre mi cama no hay una sábana que cubra el colchón donde tantas noches he dormido. Me acerco al centro de la habitación y dejo escapar un suspiro, lleno de añoranza. Sobre el escritorio encuentro una pequeña cajita con una nota pegada sobre su superficie.

La letra de mama es inconfundible. La nota es simple, pero suficiente para que se me haga un nudo en el estómago. Acto seguido destapo el recipiente para observar su contenido: Un puñado de galletas de mantequilla. Mis favoritas. Vuelvo a taparlas y guardo la caja en mi mochila.

Antes de salir cojo el paraguas que hay junto al marco de la puerta y apago de nuevo la luz, ocultando las lágrimas que corren por mis mejillas.

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